jueves, 27 de diciembre de 2012

[Relato] El Crepúsculo de los Dioses

 Mientras ultimo diversos asuntos para finales de año que me alejan de la actividad productora bloguera propia (vamos, que ahora me dedico más a terceros), me fijo en que no hay muchos blogs por ahí que muestren algo de creación literaria propia. Siempre he pensado que los buenos (y muchos malos, para que engañarnos) Directores de Juego tienen su vena de productor de literatura, sea como sea. En mi caso, antes de comenzar a crear partidas de rol me dedicaba a escribir y ganar concursos de relatos juveniles en mi ciudad, en participaciones tan extensas como doce o quince personas. Más allá de esto, siempre me ha gustado escribir y nunca he encontrado el tiempo para ello. Ahora, menos aun, pues parte de esta productividad la trabajo en lindes que se acercan más al juego de rol que al libro. Y sí, podríamos entrar en el debate de si el manual de rol es un libro (soy de la corriente que niega esto), pero creo que no es momento para adentrarse en lides tan extensas. No toca.

Mi intención, a partir de ahora, es al igual que reseñar manuales de rol y libros que voy devorando afanosamente, compartir con vosotros algunas producciones literarias en forma de relatos y demás. Soy un fan de las crónicas roleras que muchos de vosotros compartís en vuestros blogs (vamos, que me las leo casi todas) y de los pocos relatos que se van colgando. Es más: desde aquí, os animo a que sigáis con ello. Disfruto mucho compartiendo esos rincones tan personales de otras mesas de juego y de los individuos que hay detrás, y creo que eso también forma parte de nuestro mundo, y no solo el análisis concienzudo de un sistema, juego o dado.

En definitiva, aquí os presento el primero de estos, que ya presenté en el concurso de relatos Castilla & Dragon (aprovecho para felicitar a las dos ganadoras: los premios estaban más que merecidos)

El Crepúsculo de los Dioses


Roger no podía evitar sentirse maravillado.

Tormenta cabalgaba con furia, presa de un deseo irrefrenable, una suerte de instinto feroz ante unas circunstancias ya escritas. El joven ladrón se afianzaba como podía a su montura, mientras sus ojos entornaban una visión tan desalentadora como predecible. Era el fin de todo lo conocido. Las fronteras entre las reglas y su interpretación habían desaparecido. No había más realidad que la que sus ojos, presas de pánico y admiración, contemplaban con vehemencia mientras se acercaba a su aciago destino.

El cielo se había fracturado y el sol emergía cual bola de fuego incandescente, rompiendo las barreras del espacio y el tiempo, dispuesto a cercenar cualquier rastro de pasado. Era el momento de destruir un presente y germinar una nada. Todo aquello que mortales y dioses construyeron por los siglos de los siglos se deshacía ante las gigantescas llamas que procedían de otro mundo y, a la par, de este. En el centro de esa gran masa ígnea, el símbolo del Traidor aparecía grabado en su interior, como si siempre hubiera estado allí. La luz que traía el mismo iluminaba cada rincón de Anthara, pero su luz quemaba, destruía, convertía. Convertía a todos a las llamas del Fuego Sagrado, y evidenciaba la derrota de los antiguos dioses, mezquinas formas inmortales que habían sucumbido a su propio fracaso.

El ladrón era consciente de ello y aullaba en silencio, roto el sonido por las lágrimas que vertía sin cesar. ¿Dónde estaban sus palabras, su fiel discurso, sus peticiones desinteresadas? ¿Qué quedaba del mundo que intentó ayudar a levantar? Su meta nunca había sido, pensó con amargura, ser el último aliento de los mortales. Su vida, sencilla y honesta, era coherente con su pequeña aldea, arrasada por las influencias del Traidor. Ello le empujó a iniciar un viaje guiado por la venganza y la justicia, atrapado en dicho sincronismo junto a un grupo de compañeros, amigos todos, que pervivían en sus recuerdos mientras sus cuerpos ardían para toda la eternidad. Uno tras otro habían fracasado, tornándose su épico destino en verdadero desaliento. No fueron pocas las almas que sesgaron y los pecados que, en nombre de sus dioses, cometieron ¿En qué lugar había quedado la verdad aceptada por todos, el mandato de sus antiguos custodios, la Fe al servicio de una victoria loable? Lo único que había visto en su periplo fue muerte, destrucción, mentira. Más allá de eso, había contemplado los vastos desiertos en los que se alojaban las ofrendas, los ritos y los rezos. Todo tan estéril y vacío como arrancar una vida, como contemplar el vacío que los ojos del cadáver reflejaban ante la luz. No había nada. Y si lo hubo, ellos eran una y otra vez engañados ¿Por qué, aún así, él seguía cabalgando?

Delante de él se alzaba, a poco menos de media hora de viaje, la inmensa cadena montañosa en la que se asentaba Nandelt, capital entre capitales, ciudad bendecida por los antiguos dioses, símbolo de resistencia frente al Traidor. Era esta una ciudad dividida en cinco niveles, excavados en la fría roca y dispuestos en semicírculos de enorme amplitud, sobre los que se disponían todo tipo de viviendas. Cada uno de estos niveles correspondía a sectores diferentes, pero se hallaba por encima de todos el Paseo de Reyes, en su última planta, y excavado en la piedra, el Mural del Destino, aquel creado por las divinidades que hoy huían agachadas merced al Fuego Sagrado, y que relataban la historia de los mortales desde su propia creación.  Cada detalle era ínfimo, irreal, e invitaba a los visitantes a deleitarse con la magia que emanaba de cada trozo de piedra. Su mera visión provocaba llantos y risas a partes iguales. Generaba una confianza y paz interior que ahora se tornaba violencia y desesperación. La pared comenzó a agrietarse con velocidad, mientras el símbolo del Traidor, tan grande como todo el continente, encontraba su centro en la propia ciudad. El impacto destruiría los cimientos de la realidad y forjarían una nueva, pero su mero acercamiento provocó la ruptura de tan fantástica creación. Grandes bloques comenzaron a desprenderse de cada uno de los niveles, aterrizando en el suelo con fascinante lentitud. Estatuas de reyes gloriosos eran cercenadas por una fuerza invisible tan poderosa como aquellos que profesaban su ciega y deleznable esperanza en el Traidor. La gran capital se derrumbaba y mostraba su verdadera imagen: la de la vejez sin parangón, la de las rocas cansadas y hacinadas de sostener religiones estériles, vacías de todo significado real.

Roger no podía llorar más. Sus lágrimas habían desaparecido, calcinadas por el Fuego Sagrado.

Ante tan imponente visión, Tormenta descargó la exasperación de su jinete en sus flácidos músculos, y aumentó más aún una carrera que le conduciría a la muerte, y ante la que no parecía sentir pavor alguno. El ladrón, con expresión resuelta, abría su mente a una verdad que escondieron durante mucho tiempo: los dioses les habían abandonado, y ellos pagaban las consecuencias de dicho acto. El que fuera escritor, orador e ilustre intelectual se había tornado en un vulgar delincuente en un mundo desconocido. Todo el castillo de naipes se destruía a cada milla que le acercaba a su destino, así como el miedo iba desapareciendo. ¿Eran los dioses los que habían desaparecido o los mortales los que habían dejado que desapareciesen? Los relatos que había escuchado en su infatigable viaje le empujaban a creer lo segundo: abusos de riquezas, destrucciones de pueblos enteros en nombre de seres que nunca habían tenido contacto con ellos, mentiras y engaños que habían fortalecido al Traidor, alma errante de corazón ardiente, que autodenominaba a sus fieles seguidores del Fuego Sagrado. Habían sido engañados tan fácilmente que el ladrón no podía preguntarse si no eran el resto de mortales los que se habían engañados a ellos mismos buscando respuestas en el lugar equivocado. Al fin y al cabo ¿no representaban a los dioses como humanos? ¿No adoraban palabras y versos que tenían más de límites que de onmipotencia? ¿En qué momento dejamos de creer en una fuerza superior y comenzamos a creer en el deseo de verse realizadas nuestras ofrendas? El ladrón dudaba.

En su haber no quedaba nada maravilloso. Siquiera un artefacto mágico, arma poderosa forjada por los primeros mortales, capaces de levantar montañas y destruir propios y legendarios creadores. Nunca había tenido en sus manos más que un ligero y mellado estoque, no portaba más armadura que un remiendo de cuero y pieles. Su mente era cuanto necesitaba para llegar a este punto, y la vida de unos amigos que esperaba devolver cuando todo esto acabase. Porque él aún tenía Fe. Fe en las acciones de los propios mortales, en el pequeño cuerpo que sujetaba con fuerza para que las sacudidas de Tormenta le afectasen lo mínimo posible. No era el poder de los dioses el que frenaría tan destructiva desgracia, sino el que uno mismo decidía otorgarse. Debía acabar con aquello que amenazaba tantas vidas, costase lo que costase. Y la solución eran un ladrón amenazado por los fantasmas del pasado y la incertidumbre de su existencia, un caballo exhausto adentrándose en las tinieblas de la muerte y una chica de cinco años, pelo negro y desgreñado, rostro de muñeca, ojos de un color violeta tan intenso como las generaciones que se escondían en su alma. Respondía al nombre de Anya, y el ladrón era su mensajero, tutor, amigo y hermano.

Roger cabalgaba sin descanso y repetía sin cesar el nombre de sus amigos caídos, pues con ellos emulaba cada una de las almas que, en una u otra vida, decidían sus propios pasos: Lokmirz, Neris, Lilith, Diadora, Skarim. A ellos se debía, y en sus ojos no se reflejaba solo el de estos, sino el de toda una civilización que, auspiciada por la incertidumbre, luchaba contra su propio destino. 

Un destino que habían provocado y que, por tanto, habrían de cambiar.

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