Mientras ultimo diversos asuntos para finales de año que me alejan de la actividad productora bloguera propia (vamos, que ahora me dedico más a terceros), me fijo en que no hay muchos blogs por ahí que muestren algo de creación literaria propia. Siempre he pensado que los buenos (y muchos malos, para que engañarnos) Directores de Juego tienen su vena de productor de literatura, sea como sea. En mi caso, antes de comenzar a crear partidas de rol me dedicaba a escribir y ganar concursos de relatos juveniles en mi ciudad, en participaciones tan extensas como doce o quince personas. Más allá de esto, siempre me ha gustado escribir y nunca he encontrado el tiempo para ello. Ahora, menos aun, pues parte de esta productividad la trabajo en lindes que se acercan más al juego de rol que al libro. Y sí, podríamos entrar en el debate de si el manual de rol es un libro (soy de la corriente que niega esto), pero creo que no es momento para adentrarse en lides tan extensas. No toca.
Mi intención, a partir de ahora, es al igual que reseñar manuales de rol y libros que voy devorando afanosamente, compartir con vosotros algunas producciones literarias en forma de relatos y demás. Soy un fan de las crónicas roleras que muchos de vosotros compartís en vuestros blogs (vamos, que me las leo casi todas) y de los pocos relatos que se van colgando. Es más: desde aquí, os animo a que sigáis con ello. Disfruto mucho compartiendo esos rincones tan personales de otras mesas de juego y de los individuos que hay detrás, y creo que eso también forma parte de nuestro mundo, y no solo el análisis concienzudo de un sistema, juego o dado.
En definitiva, aquí os presento el primero de estos, que ya presenté en el concurso de relatos Castilla & Dragon (aprovecho para felicitar a las dos ganadoras: los premios estaban más que merecidos)
El Crepúsculo de los Dioses
Roger no podía evitar sentirse maravillado.
Tormenta cabalgaba con furia, presa de un
deseo irrefrenable, una suerte de instinto feroz ante unas
circunstancias ya escritas. El joven ladrón se afianzaba como podía a su
montura, mientras sus ojos entornaban una visión tan desalentadora como
predecible. Era el fin de todo lo conocido. Las fronteras entre las
reglas y su interpretación habían desaparecido. No había más realidad
que la que sus ojos, presas de pánico y admiración, contemplaban con
vehemencia mientras se acercaba a su aciago destino.
El cielo se había fracturado y el sol
emergía cual bola de fuego incandescente, rompiendo las barreras del
espacio y el tiempo, dispuesto a cercenar cualquier rastro de pasado.
Era el momento de destruir un presente y germinar una nada. Todo aquello
que mortales y dioses construyeron por los siglos de los siglos se
deshacía ante las gigantescas llamas que procedían de otro mundo y, a la
par, de este. En el centro de esa gran masa ígnea, el símbolo del
Traidor aparecía grabado en su interior, como si siempre hubiera estado
allí. La luz que traía el mismo iluminaba cada rincón de Anthara, pero
su luz quemaba, destruía, convertía. Convertía a todos a las llamas del
Fuego Sagrado, y evidenciaba la derrota de los antiguos dioses,
mezquinas formas inmortales que habían sucumbido a su propio fracaso.
El ladrón era consciente de ello y
aullaba en silencio, roto el sonido por las lágrimas que vertía sin
cesar. ¿Dónde estaban sus palabras, su fiel discurso, sus peticiones
desinteresadas? ¿Qué quedaba del mundo que intentó ayudar a levantar? Su
meta nunca había sido, pensó con amargura, ser el último aliento de los
mortales. Su vida, sencilla y honesta, era coherente con su pequeña
aldea, arrasada por las influencias del Traidor. Ello le empujó a
iniciar un viaje guiado por la venganza y la justicia, atrapado en dicho
sincronismo junto a un grupo de compañeros, amigos todos, que pervivían
en sus recuerdos mientras sus cuerpos ardían para toda la eternidad.
Uno tras otro habían fracasado, tornándose su épico destino en verdadero
desaliento. No fueron pocas las almas que sesgaron y los pecados que,
en nombre de sus dioses, cometieron ¿En qué lugar había quedado la
verdad aceptada por todos, el mandato de sus antiguos custodios, la Fe
al servicio de una victoria loable? Lo único que había visto en su
periplo fue muerte, destrucción, mentira. Más allá de eso, había
contemplado los vastos desiertos en los que se alojaban las ofrendas,
los ritos y los rezos. Todo tan estéril y vacío como arrancar una vida,
como contemplar el vacío que los ojos del cadáver reflejaban ante la
luz. No había nada. Y si lo hubo, ellos eran una y otra vez engañados
¿Por qué, aún así, él seguía cabalgando?
Delante de él se alzaba, a poco menos de
media hora de viaje, la inmensa cadena montañosa en la que se asentaba
Nandelt, capital entre capitales, ciudad bendecida por los antiguos
dioses, símbolo de resistencia frente al Traidor. Era esta una ciudad
dividida en cinco niveles, excavados en la fría roca y dispuestos en
semicírculos de enorme amplitud, sobre los que se disponían todo tipo de
viviendas. Cada uno de estos niveles correspondía a sectores
diferentes, pero se hallaba por encima de todos el Paseo de Reyes, en su
última planta, y excavado en la piedra, el Mural del Destino, aquel
creado por las divinidades que hoy huían agachadas merced al Fuego
Sagrado, y que relataban la historia de los mortales desde su propia
creación. Cada detalle era ínfimo, irreal, e invitaba a los visitantes a
deleitarse con la magia que emanaba de cada trozo de piedra. Su mera
visión provocaba llantos y risas a partes iguales. Generaba una
confianza y paz interior que ahora se tornaba violencia y desesperación.
La pared comenzó a agrietarse con velocidad, mientras el símbolo del
Traidor, tan grande como todo el continente, encontraba su centro en la
propia ciudad. El impacto destruiría los cimientos de la realidad y
forjarían una nueva, pero su mero acercamiento provocó la ruptura de tan
fantástica creación. Grandes bloques comenzaron a desprenderse de cada
uno de los niveles, aterrizando en el suelo con fascinante lentitud.
Estatuas de reyes gloriosos eran cercenadas por una fuerza invisible tan
poderosa como aquellos que profesaban su ciega y deleznable esperanza
en el Traidor. La gran capital se derrumbaba y mostraba su verdadera
imagen: la de la vejez sin parangón, la de las rocas cansadas y
hacinadas de sostener religiones estériles, vacías de todo significado
real.
Roger no podía llorar más. Sus lágrimas habían desaparecido, calcinadas por el Fuego Sagrado.
Ante tan imponente visión, Tormenta
descargó la exasperación de su jinete en sus flácidos músculos, y
aumentó más aún una carrera que le conduciría a la muerte, y ante la que
no parecía sentir pavor alguno. El ladrón, con expresión resuelta,
abría su mente a una verdad que escondieron durante mucho tiempo: los
dioses les habían abandonado, y ellos pagaban las consecuencias de dicho
acto. El que fuera escritor, orador e ilustre intelectual se había
tornado en un vulgar delincuente en un mundo desconocido. Todo el
castillo de naipes se destruía a cada milla que le acercaba a su
destino, así como el miedo iba desapareciendo. ¿Eran los dioses los que
habían desaparecido o los mortales los que habían dejado que
desapareciesen? Los relatos que había escuchado en su infatigable viaje
le empujaban a creer lo segundo: abusos de riquezas, destrucciones de
pueblos enteros en nombre de seres que nunca habían tenido contacto con
ellos, mentiras y engaños que habían fortalecido al Traidor, alma
errante de corazón ardiente, que autodenominaba a sus fieles seguidores
del Fuego Sagrado. Habían sido engañados tan fácilmente que el ladrón no
podía preguntarse si no eran el resto de mortales los que se habían
engañados a ellos mismos buscando respuestas en el lugar equivocado. Al
fin y al cabo ¿no representaban a los dioses como humanos? ¿No adoraban
palabras y versos que tenían más de límites que de onmipotencia? ¿En qué
momento dejamos de creer en una fuerza superior y comenzamos a creer en
el deseo de verse realizadas nuestras ofrendas? El ladrón dudaba.
En su haber no quedaba nada maravilloso.
Siquiera un artefacto mágico, arma poderosa forjada por los primeros
mortales, capaces de levantar montañas y destruir propios y legendarios
creadores. Nunca había tenido en sus manos más que un ligero y mellado
estoque, no portaba más armadura que un remiendo de cuero y pieles. Su
mente era cuanto necesitaba para llegar a este punto, y la vida de unos
amigos que esperaba devolver cuando todo esto acabase. Porque él aún
tenía Fe. Fe en las acciones de los propios mortales, en el pequeño
cuerpo que sujetaba con fuerza para que las sacudidas de Tormenta le
afectasen lo mínimo posible. No era el poder de los dioses el que
frenaría tan destructiva desgracia, sino el que uno mismo decidía
otorgarse. Debía acabar con aquello que amenazaba tantas vidas, costase
lo que costase. Y la solución eran un ladrón amenazado por los fantasmas
del pasado y la incertidumbre de su existencia, un caballo exhausto
adentrándose en las tinieblas de la muerte y una chica de cinco años,
pelo negro y desgreñado, rostro de muñeca, ojos de un color violeta tan
intenso como las generaciones que se escondían en su alma. Respondía al
nombre de Anya, y el ladrón era su mensajero, tutor, amigo y hermano.
Roger cabalgaba sin descanso y repetía
sin cesar el nombre de sus amigos caídos, pues con ellos emulaba cada
una de las almas que, en una u otra vida, decidían sus propios pasos:
Lokmirz, Neris, Lilith, Diadora, Skarim. A ellos se debía, y en sus ojos
no se reflejaba solo el de estos, sino el de toda una civilización que,
auspiciada por la incertidumbre, luchaba contra su propio destino.
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